La relación entre nuestra salud y la alimentación o la comida, se remonta a los orígenes de la medicina con Hipócrates, quien creía que las pasiones influían en el cuerpo: «que tu medicina sea tu alimento, y el alimento tu medicina».
Lo que comemos contribuye a nuestro bienestar. Durante nuestra vida adquirimos patrones de conducta de nuestros padres o cuidadores que determinan creencias alimentarias y que marcan nuestras decisiones alimenticias. Por ello, una de las cosas más difíciles es darnos cuenta de los paradigmas que tenemos establecidos, aquellos que no sabemos cómo cuestionar, porque no sabemos de dónde se origina. En una era tan cambiante que exige mayores retos, y donde las investigaciones sobre genética y nutrición están en auge, los paradigmas están para ser debatidos, especialmente, si al hacerlo conseguimos nuevos beneficios, más salud y una vida más cercana a nuestra verdadera esencia.
En estos tiempos debemos ser conscientes de que con cada alimento y bebida que ponemos dentro de nuestro cuerpo, estamos decidiendo sobre nuestra salud y bienestar.
Tenemos que estar consciente que se han invertido miles de millones de horas y de dinero en investigar cómo responden nuestros sentidos (olfato, gusto y vista) ante la ingesta de determinados químicos que se encuentran en los productos que consumimos. Inclusive, cómo funcionan las neuronas en nuestro cerebro que definen el gusto por los alimentos y su efecto en el sistema hormonal, digestivo y nervioso.
Esto va directamente relacionado con los neurotransmisores que producen emociones, y adicciones; las industrias alimenticias conocen perfectamente cómo funciona el ciclo de recompensa de la dopamina y cómo crear adicción de manera que no puedas parar, literalmente, de comer. Esta es la manera de hacernos dependientes del estímulo de afuera, de hacernos esclavos a sus productos, hasta el punto de creer que si no le damos energía al cuerpo de fuentes externas no vamos a funcionar bien, hasta podemos enfermar por no comer.
¿Te ha pasado que te mareaste y lo primero que piensas es: se me bajó el azúcar o ¿será que no desayuné bien hoy?
El sistema de recompensa del cuerpo es el responsable de motivarnos a buscar una necesidad externa (agua, comida, refugio) y al conseguirla producir satisfacción; en este instante es cuando aparece la dopamina que es la hormona de la motivación que nos empuja a movernos a saciar estas necesidades y puede responder, inclusive, frente a la anticipación y expectativa de una recompensa. Ésta activa nuestro sistema de acción que incluye: cortisol, adrenalina, entre otros. “Sentimos” dopamina cuando tenemos hambre (dolor, molestia, incomodidad) y nos movemos a buscar comida. Por ello, la dopamina es muy ambigua, diremos de forma coloquial que es «un arma de doble filo».
Cuando el estímulo es muy grande, por ejemplo, un gran pedazo de torta de chocolate, se producen picos de dopamina muy elevados; al comernos la torta nos dan mucha satisfacción inmediata, entonces ocurre que, una vez obtenida la recompensa se produce una sensación de dolor y necesidad de querer más, sin poder detenernos ante la excitación y malestar que causa. Es un circuito sin fin, porque mientras más intensa es la recompensa más sube la dopamina, pero cuando disminuye el efecto es devastador. ¿Te ha pasado que empiezas a comer una bolsa de papas fritas y aunque sabes que ya estás full o que te va a caer mal sigues comiendo hasta que se acaba la bolsa?
Hay otro punto importante que resaltar aquí, tenemos un nivel base de dopamina que se produce regularmente, nos mantiene motivados a diario y nos hace sentir activos para levantarnos, trabajar y vivir el día a día. Este nivel base se ve afectado cada vez que alcanza picos muy intensos de recompensa, ¿qué quiere decir esto? Es sencillo, cada vez que nos recompensamos con algo extremadamente dulce, hablando de tema alimenticio, recibiremos una gran dosis de dopamina, el dulce produce placer y produce serotonina y otras sustancias en nuestro cerebro que nos hacen sentir satisfacción, pero una vez consumida, la falta de dopamina nos hará sentir mal y vamos a sentir una gran ansiedad y tristeza y ganas de querer comer más.
Esta ansiedad o sensación de agitación, significa que nuestros niveles de dopamina bajaron de su nivel base, baja igual que sube y no se produce inmediatamente, se requiere de un tiempo para que se vuelva a producir y a largo plazo seguirá disminuyendo; sintiendo más ganas de obtener placer, pero menos placer en sí. ¿Recuerdas comer algo que al principio te parecía delicioso, pero a medida que lo comes más ya no sabe igual? Te invito a que hagas la siguiente prueba: deja de comer algo procesado que comes regularmente (papas fritas, galletas, helado, etc) por un mes, sin salirte, experimenta qué tantas ganas tienes y cuánta tentación mental y emocional sientes, luego del mes cómelo de nuevo y observas si lo percibes igual de rico como recordabas su sabor.
De esta manera conocerás la otra cara de la dopamina, tendrás menos motivación para levantarte, trabajar, e incluso poca atracción por los hobbies que siempre te gustaron, porque el nivel base de dopamina ha bajado poco a poco hasta no encontrar placer en nada.
Dar el primer paso es concientizar que estás frente a una “trampa del sistema de recompensa”. Sé que es super difícil controlarlo, yo también pasé por ahí, pero la buena noticia es que ¡la dopamina se puede resetear! Puedes controlar lo que pasa con tus neurotransmisores y subir tu nivel base de dopamina.
En mi libro Comer, trascender y sanar, cómo la comida cambia tu vida, es un primer paso para aterrizar los cambios que ya te está pidiendo tu cuerpo, es un libro hecho de manera sencilla, clara y desde mi experiencia, sobre pequeños cambios para diseñar nuevos mapas saludables.
No hay camino rápido, ni milagroso, pero sí puede existir una forma más consciente para comer y tener hábitos saludables.
Recuerda que somos un todo: mente, cuerpo y espíritu.